Me acabo de enterar al viajar en Renfe que mi billete de tren se llama en realidad “título de transporte válido”. Casi todos poseemos un título universitario (además de poder hacernos fácilmente con una etiqueta de Anís del Mono), pero ahora Renfe añade a nuestro curriculum un nuevo título. Puedo viajar porque tengo un título. En este caso no es para toda la vida, sino que dura lo que el trayecto. No cambia nada más, sólo el nombre: antes se llamaba billete, ahora título de transporte. El tren va igual de lento y sigue siendo igual de incómodo. Me pregunto para qué tanta complicación o tanta preocupación por el nombre, la etiqueta o la imagen. Sólo se debería cambiar o arreglar lo que no funciona o es mejorable.
Pero el cambio de nombre para aparentar más no termina ahí. La tendencia sigue en los ámbitos más variados: las prostitutas se llaman “trabajadoras del sexo”. Los camioneros son “operadores logísticos” y los basureros son “agentes medioambientales”. En la época de Franco se hablaba de “productores”, no de obreros. Los enfermeros eran “practicantes” y después fueron ATS (“ayudantes técnicos sanitarios”). En los primeros años de Felipe González, el Gobierno se empeñó en que la OTAN se llamara “Alianza Atlántica”. Para la ONU, los pobres son población en estado de "privación material severa". Todo el mundo quiere cambiar el nombre de las cosas, que es más fácil que cambiar las cosas. Se trata de presentarse mejor ante los demás, de eliminar connotaciones negativas, de evocar sentimientos positivos, de evitar el rechazo y ser más atractivo lo que uno hace, es o representa.
En Madrid los agentes de tráfico son agentes de “movilidad”. El operador telefónico a quien pago un montón de euros al mes me acaba de informar gentilmente que mi teléfono móvil en realidad se llama “terminal”. Para la ministra Elena Salgado, la subida de impuestos es “sin ánimo recaudatorio”. Las guerras son “misiones de paz y reconstrucción” y de “protección a la población civil”. Si protejo a la población civil de alguna forma que se me ocurra, me comporto como un militar y estoy en una misión bélica. Tal vez el disimulo lingüístico más nocivo, por sus consecuencias fue el de llamar durante muchos y cruciales meses a la crisis económica, iniciada en 2007, “desaceleración económica”. Para añadir vinagre a la herida, se insultaba desde el gobierno de la nación a quienes preferían emplear un término más cercano a la realidad. Ahora el "rescate financiero" es un "préstamo".
Muchos psicólogos se han apuntado también a esta moda. Les parece poco ser psicólogos y quieren que les llamen Neurocientíficos Cognitivos. Esto de Neurociencia parece como más científico y más serio, como más médico y cercano a las ciencias duras. Suena mejor y más moderno. Se diría que se avergüenzan de su profesión y, como en los ejemplos anteriores, se creen que mejorará su imagen y los demás les querrán más si cambian de nombre. En mi universidad las tareas burocráticas se llaman "gestión", como si rellenar un cuestionario electrónico o tener una reunión para poner los horarios, fuera comparable a dirigir una gran empresa. Pero mucha gente se lo cree y es feliz así.
Esta manía de preocuparse por las apariencias externas y de dejar el contenido y el fondo de las cosas como están o peor puede terminar muy mal, cuando la gente se canse y empiece a llamar a las cosas por su nombre. Insistir en cambiar la denominación de algo, ya sea un objeto o una profesión, sin mejorar nada es ocultar y mentir.
Referencia:
García-Albea, J. E. (2011) Usos y abusos de lo "neuro". Revista de Neurología, 52, 577-580.
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